NASTASIA VA A
UNA MANIFESTACIÓN
Yo tenía una
amiga..., vamos, tenía varias..., pero tenía una que se llamaba Natalia, con la
que discutía estas cuestiones.
–¿Tú sabes lo
del dividendo y lo del divisor?
–¿Cuál?
–No, que si
sabes lo del dividendo y lo del divisor.
Natalia me
miraba incrédula. Yo creo que aquel asunto no le interesaba absolutamente nada.
–¿Vamos a mi
casa?
–Bueno –e
íbamos.
Su casa estaba
muy cerca de la mía y no se parecía en nada. Era muy grande, y todos los
muebles eran oscuros y antiguos y aparatosos.
–¡Jo!, vaya
armario...
A Natalia,
como lo conocía desde pequeña, no le llamaba la atención.
–¿Qué le pasa?
–Pues que es
grandísimo.
–¿Grandísimo...?
¡Qué va! Tenías que ver el del cuarto de mis padres. Ese sí que es grande.
Bueno, ¿jugamos a algo?
Natalia tenía
muchísimos juguetes y muñecas.
–Esta es mi
preferida. Antes era esa otra, pero ahora es esta. Se llama Lucrecia, pero yo
la llamo Lucre. Tiene un montón de vestidos, y algunos se los ha hecho la costurera.
¿En tu casa hay costurera? –y luego, cuando estábamos enfrascadísimas con lo de
las muñecas, se abrió la puerta y asomó la cabeza una señora muy peripuesta.
–¡Tía Natalia!
Natalia se
levantó corriendo y fue a darle un beso mientras por detrás asomaba la cabeza
de su madre.
–¿Y quién es
esta amiga tuya? ¡Qué guapa...! Ven, dame un beso –y yo, obedientemente, fui y
se lo di.
La señora era
medio joven y bastante guapa. Además iba muy bien vestida, y olía también muy
bien, bastante fuerte pero bien. Debía de usar algún perfume de esos caros, de
los que le gustaban a mi madre. Estuvieron allí un rato y la tía nos dijo,
–¿Me vais a
acompañar el día de la manifestación? –y Natalia contestó,
–¡Pues claro!
¿Tú quieres venir? –y yo, que no tenía ni idea de qué era aquello de la
manifestación, por no parecer grosera dije,
–Bueno –y la
señora se deshizo.
–¡Qué
simpática! Bueno, pues ya hablaremos –y se fueron y allí quedó la cosa.
A los pocos
días, Natalia, a la salida de clase, me dijo,
–Oye, ¿te
quieres venir a casa a probar? –y yo contesté,
–¿A probar
qué?
–Pues el
uniforme.
–¿El uniforme?
¿Qué uniforme? –y Natalia me puso en antecedentes.
–Es que a la
manifestación hay que ir de uniforme, todos vamos de uniforme. Además es muy
bonito, ya lo verás, tiene una gorra roja.
–¿Una gorra
roja?, ¿sí? –y allá fuimos.
Subimos a su
casa y su madre nos dijo,
–¡Ah!, ¿ya
estáis aquí? A ver, Natalia, enséñale a Nastasia su uniforme y os lo ponéis,
que os quiero ver, ¿vale?
–Vale.
Total, que
fuimos a su cuarto y nos los pusimos. El uniforme era azul marino. Era una
falda como de palas y un jersey normal. También tenía medias del mismo color,
pero esas no nos las pusimos, y la gorra roja era una especie de boina que
tenía bordadas con hilo amarillo dos letras: efe y ene.
–Y esto, ¿qué
significa?
–Ni idea.
–Bueno, da
igual.
Salimos, y su
madre nos pasó revista.
–¡Hijas mías!,
¡pero qué bien os queda...! A ver, Nastasia, date la vuelta... ¡Pero, hija, si
parece que te lo han hecho a medida! –y con aquello hasta a mí me convenció.
Me quedé muy
ufana y orgullosa y no me lo quise quitar, y la gorra menos, hasta que me fui,
por la noche, cuando volví a casa.
La manifestación
era un sábado por la tarde. Yo salí de casa y no dije nada. A mi padre por
supuesto, pero tampoco se lo dije a mi madre, no sé por qué. A mí me daba la
impresión de que estaba haciendo algo prohibido, de forma que no dije una
palabra.
–Oye, que me
voy a casa de Natalia.
–Bueno, hija.
Si no estoy cuando vuelvas, vete a buscarme al bar.
–Vale –y me
fui.
En casa de
Natalia nos disfrazamos entre risitas histéricas y nos estuvimos mirando en el
espejo. Yo me ponía la boina ladeada, que me quedaba mejor, pero su madre dijo
que no era así.
–No, mujer,
póntela bien que tenéis que ir muy guapas, ya verás. Ahora vendrá la tía
Natalia, que os va a llevar –y, en efecto, al cabo de un rato llegó su tía, que
no iba de uniforme sino de normal, de calle, y nos dijo,
–Muy bien,
estáis muy bien. Ahora vamos a buscar a los otros chicos, y cuando acabemos nos
vamos a merendar. ¿Queréis ir luego a merendar conmigo? –y Natalia dijo,
–¡Huy, sí,
claro! –así que nos fuimos con ella a donde se celebraba la manifestación, que
era allí al lado, unas manzanas más allá.
Todo el mundo
nos miraba, pero es que pocas veces se ve a dos niñas de uniforme raro. Imagino
que pensarían que éramos de algún colegio, no sé, y en seguida llegamos y
resultó que había muchos niños más, todos vestidos igual que nosotras.
Entonces, un señor bastante raro, uno calvo, con camisa azul marino como las
nuestras, bigotito y gafas negras, nos hizo formar, como los soldados de las
películas, y nos dijo que íbamos a ir a un sitio que no entendí, nos hicieron
ir a todos en fila por la acera otras dos manzanas hasta el sitio que ellos
decían. Los mayores iban como desfilando, medio haciendo el tonto pero como si
desfilaran, y nosotras los imitábamos muertas de risa, y así llegamos a una
calle bastante ancha en donde, al parecer, tenía lugar aquello. Era enfrente de
un bar que se llamaba no sé qué 47. A mí eso de los nombres nunca se me ha dado
bien, y además aquel sólo lo vi una vez, pero de los números sí que me suelo
acordar. ¿Cómo no me voy a acordar del 47? Es facilísimo. Bueno, pues estábamos
allí, en una calle ancha que estaba cerca de casa, todo lleno de coches y
autobuses y gente, porque era la hora en que todo el mundo sale a la calle,
cuando algunos de los mayores que iban con nosotros se pusieron a gritar. Sacaron
unos altavoces muy raros, unos aparatos con forma de altavoz y que se agarraban
con la mano, y se pusieron a dar voces. Qué decían, no lo sé, no se entendía
nada; desde donde nosotras estábamos sólo se oía un ruido muy raro y las palabras
no se entendían. Era como una letanía, y algunos de los niños contestaban.
Debía de ser que ellos sabían lo que había que contestar, pero a nosotras no
nos lo habían dicho y nos limitamos a mirar, y en esto estábamos, en lo de la
letanía, cuando aparecieron algunas furgonetas de la policía que aparcaron por
allí cerca, unas a la derecha y otras a la izquierda, y de ellas se bajaron muchos
guardias que se colocaron en fila en la acera de enfrente a la que ocupábamos
nosotros. Se pusieron todos allí y nos miraban, pero no hacían nada. Los
guardias eran los de siempre, los que veías por la calle. Iban vestidos con
unos abrigones grises muy grandes y aparatosos que no sé cómo les dejaban moverse,
y desde que llegaron se redoblaron los gritos que daban los que estaban con nosotros.
Gritaba todo el mundo, hasta la tía de Natalia, que estaba allí detrás. Bueno,
más que gritar, resulta que se transfiguró. De la que yo vi el primer día en su
casa no quedaba nada, seguro que ya ni olía bien. Se puso hecha un basilisco,
toda colorada, encendida; yo creo que se puso hasta cardíaca. Gritaba a voz en
cuello, aunque no sé qué decía porque tampoco se la entendía, pero una vez, en
lo más alto de su exaltación, sí le entendí una cosa, ¡policía comunista!, y
luego lo decían todos, ¡policía comunista!, ¡policía comunista!, y los guardias
de enfrente nos miraban con no muy buena cara. Estaban tranquilos y no se
movían, pero estaban allí enfrente, todos tiesos y con las manos atrás...
Nosotras nos
encontrábamos bastante asustadas, yo desde luego, y Natalia por un estilo, pero
algunos niños de los que había alrededor hacían bromas.
–No, si no
pasa nada.
–Sí, tú fíate
de la Virgen y no corras.
–¿Has visto lo
que dice este?
–¿Qué dice?
–No sé. A ver,
dilo otra vez.
–Pues que te
fíes de la Virgen y no corras.
–¡Jo!, ¿y eso
qué es?
–Pues no sé,
pero lo dice mi padre.
–¡Jo...! –y de
repente se oyeron sonar unos pitos, ¡pi pi piiiii...!
Miramos y
vimos que un grupo de guardias con las porras levantadas venían a todo correr
hacia nosotros, y allí se organizó la desbandada.
Todo el mundo
salió corriendo hacia donde pudo, unos hacia arriba y otros hacia abajo. Yo
agarré de la mano a Natalia y le dije,
–Venga, corre,
vámonos –pero Natalia se había quedado paralizada.
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